Como símbolo innecesario de la fatalidad dramatizada, le pesaba la sábana color mala suerte que cubría hasta su último respiro. Hacía ya varias docenas de horas que había dejado de mirar al cielo; no era que se le hubiera escondido la curiosidad entre las piernas, nada más no quería atraer al destino con los ojos. Qué tal que le caía encima justo ese día que no tenía intención de batallar con lo que ya estaba dicho. Justo ese día que quería decirle a la nada lo mucho que la hacía sonreír la tonadita de la canción conocida por pocos. Eso y el rebotar de sus dedos cuando pasaba jugando por el barandal de tu casa. Eso y el crujir del pasto cuando se acostaban juntos a darle de comer utopías al mundo.
—Dame de eso que anhelas.
—No, porque se pasa de amargo y te va a doler bajo las uñas.
No sabe en qué almohada te acuestas ahora, a olvidar por la mañana lo que sueñas a tres colores. Ni tiene ánimo de enterarse del número de fresas que has dejado sin comer por salir tarde hacia el trabajo. Sólo quiere que alucines por su culpa, que te moleste la mueca que le dedica al cabello sobre su cara, y recuerdes con los ojos abiertos el lunar sobre su hombro que nunca te cansabas de besar.
Quién sabe de qué color sea la mala suerte, pero si miro al cielo, el azul clarito me va a decir que no vas a regresar. Y eso ya lo sabía.