La soledad lastimaba sus oídos como los ojos del sol al verlos de frente; sus pies demandaban suelo, realidad, acción y despedida; sus hombros gritaban la necesidad de algo tan concreto como una palabra de aliento. Su cabeza no daba vueltas, bueno hubiese sido, se quedó donde él mismo se dejó, asfixiado por la oscura sábana de resignación y aún así, de esperanza auto infundida. Niebla, difuso, gris, oscuro… negro…
No contaba ni con la certeza de que la sensación de sus manos sobre sus rodillas fuese real… ¿cómo saberlo si no conocía la ubicación del apagador que requería hacer exactamente lo contrario? Mucho menos se iba a atrever a buscarlo, permaneció en la nada, inmóvil, con los pies suspendidos bajo el asiento simbólico donde se había decidido esperar la cura de una ausencia inminente.
Minutos… borrascas de conciencia que empezaron a despeinar su plan del mártir perfecto. Preguntábase una y otra vez qué era aquello que le faltaba, ¿de qué debía sanarse?, ¿de quién debía desprenderse? Los estragos de ti eran evidentes, eran crueles los recuerdos, tan desalmados como escuchar que la intensidad del amor es tal, que no se puede con ella y por lo mismo… la distancia. Buscó a voluntad el vacío que lo mantenía inerte bajo ese manto de abatimiento y logró, después de los imperiosos golpes de negación, asimilación y aceptación, encontrar la razón. Y no eras tú. Para nada tú.
El saberse culpable de la deserción de su propia felicidad le permitió notar por primera vez la singularidad de su piel. Era demasiado lo que había pretendido jamás perdonarse y era tanto el sufrir de pensar en sí mismo, que su cuerpo había optado por hacer de los desperfectos algo palpable: capas y capas de estigmas sobre su dermis y ya no bajo ella, para que de sólo tocarse se reconociera como una criatura insulsa.
Ese día, el día de la razón, se atrevió a experimentar la caída libre figurada que había temido y decidido evitar: despegó las manos de las rodillas, dejando atrás la negación a moverse por miedo a que todo se lo llevara el carajo y desgarrando de tajo el velo cegador de su supuesta mala fortuna. A mordidas y rasguños en forma de llanto fue deshaciéndose de cada uno de sus “yo” que lo enfermaban: dañinos, tuyos, necios, exagerados… verdugos de su sonrisa más sincera, la que apenas reconocía como suya…
La que recupera cuanto más cerca se encuentra de piso firme, donde lo real es hermoso, por ser real en sí… donde él es una persona maravillosamente imperfecta con virtudes incontables y errores no tan obvios, y donde las despedidas son la magia que le precede a una nueva aventura.